Gracias a mi querido amigo Medardo Urbina Burgos, interesado en todo lo que se escribe y publica en y sobre Chiloé, y editor él mismo, he leído un libro precioso: Me lo dijo el chucao, de Rina Cárdenas Ulloa, publicado por Al Aire Libro Editorial, el año recién pasado.
Rina Cárdenas, periodista, nacida y criada en Dalcahue y avecindada en Concepción desde hace varias décadas, me sorprendió con esta publicación que, a mi parecer, deberían gustar a todos los amantes de esas historias que se cuentan por aquí y por allá y que además de simpatiquísimas y sabrosas llevan en sí todo el carácter de una comunidad, así como sus secretos, sus sueños, sus travesuras, sus dolores, sus esperanzas. En fin, eso que Miguel de Unamuno bautizó tan certeramente como la intrahistoria, esos hechos guardados en la memoria de la gente, que poco o nada tienen que ver con la Historia oficial, que no aparecen en los titulares de la prensa, pero que nos permiten conocer íntimamente la vida un pueblo desde una perspectiva personal, que a no dudarlo es también una mirada colectiva, puesto que dichas historias han sido repetidas y repetidas, escuchadas y vueltas a escuchar tantísimas veces por tantísimas personas que llegan a formar parte de la historia oral de la comunidad, y que de no ser que alguien las ponga por escrito, fácilmente se olvidarían por completo al paso de los años. De modo que éste es el primer mérito de Rina Cárdenas Ulloa, aunque no el único, puesto que una cosa es poner por escrito una serie de recuerdos y otra muy distinta es hacerlo con la gracia, el sabor y el ingenio de la recopiladora, a lo que debemos sumar su magnífico uso de nuestra bella lengua.
Para empezar, así como Cervantes dice haber descubierto las andanzas de don Quijote gracias a un manuscrito del «arábigo y manchego» Cide Hamete Benengeli, Rina afirma haber conocido estos relatos gracias a otro personaje, no menos atractivo y cautivador que Cide Hamete, aunque no sea ni árabe ni manchego, ni nada que se le parezca, sino un pajarillo que aunque difícil de ver, se anuncia rápidamente con su agudo canto a cualquiera que se interne un poco en el monte chilote. Me refiero al chucao, que Rina describe de la siguiente manera:
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Poemas de Wallace Stevens
Texto y traversiones de Carlos Trujillo
Parasiteando
Wallace Stevens escribió por allí, pero se puede leer en cualquier parte, que “El escritor que se contenta con destruir está a la misma altura que el que se contenta con traducir. Ambos son parásitos”. Yo comencé a parasitear con la poesía de Stevens a fines de abril del año de la pandemia para compartir mis traversiones con los amigos y las amigas que gusta leer poesía, sin tener ni la más mínima idea de que lo que estaba haciendo no era más que parasitear en tiempo de pandemia. Le hinqué el diente a varios de sus poemas y compartí algunos con ustedes y luego se me pandemizó el parasiteo con un montón de otros y otras poetas difíciles de encontrar en nuestra lengua, pero sin saber que lo que estaba haciendo era pura y simplemente parasitear o, dicho de otro modo, haber contraído el virus de la parasitosis.
Unas semanas atrás volví a Wallace Stevens como quien vuelve a un viejo amigo. Después de todo, él nació en Reading, Pensilvania y de no mediar poco menos de un siglo hasta pudimos habernos encontrado casualmente en Market Street, en alguno de sus viajes en tren a la bella Filadelfia. Es sabido que la vida siempre nos sorprende que la literatura. De modo que como pensilvaniense por casi la mitad de mi vida, lo empecé a sentir cercano, amigo, casi entrañable vecino, y seguí leyéndolo y leyéndolo con el mismo interés que si fuera un poeta de Quellón o Chonchi o Ancud o Castro o cualquier isla del archipiélago, vecino de la misma tierra verde, ya sea de estas islas del sur del mundo o de los bosques siempre verdes de William Penn.
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