CUANDO EL PAÍS DE NUNCA JAMÁS SE NOS VUELVE EL PAÍS DE TODOS LOS DÍAS

Eso no pasa aquí! Eso no pasa aquí, era una afirmación que escuchábamos a diario en mi país hace cincuenta años. ¡En otras partes podrá pasar –escuchábamos a cada rato—pero eso no pasa en este país! ¡Eso no puede pasar en Chile porque este es un país honesto en el que las instituciones funcionan, y funcionan bien! ¡Este es un país honesto!

Esa era la música que nos entraba a diario por las orejas a los niños de entonces y eso mismo era lo que repetíamos con total seguridad y el pecho inflamado de orgullo en esas infancias y adolescencias. Y no solo se hablaba de honestidad y se creía en ella a pie juntillas. Se confiaba en el otro, se confiaba en la vecina y el vecino, se confiaba y se respetaba a los profesores, y pobre de aquel que le faltara el respeto a la maestro o al maestro puesto que tendría que enfrentarse a la reprimenda que le darían sus padres. Se confiaba en la palabra dada.

¡Mi palabra basta! decían los ancianos, y los niños que los escuchábamos sabíamos que se trataba de una verdad incuestionable. Mi palabra vale más que un papel firmado, decían los viejos, y la verdad es que era así o, por lo menos, a todos nos parecía que era así y no había razones para ponerlo en duda.

Compadre, sé que tiene un campito que ha puesto a la venta. La verdad es que me gustaría comprárselo, pero en este momento no tengo el dinero --decía uno. ¿Cuándo crees que lograrás reunirlos? --preguntaba el otro. Creo que en seis meses reuniré esa plata --respondía el primero. En seis meses es seguro que la tengo en mis manos. Trato hecho --decía el dueño del terreno. ¡Trato hecho! Y el trato quedaba “oleado y sacramentado” allí mismo sin necesidad de testigos, ni de un pié para asegurar el pago, ni firma de papeles, ni notarías, porque la palabra dada valía más que el propio terreno.

Basta mi palabra, compadre. El terrenito es suyo. Puede comenzar a usarlo cuando quiera. Y la palabra valía y la confianza era mutua y ambas se cultivaban en todos los terrenos y todo el mundo podía saborearlas como un par de frutas deliciosas y maduras.

A los militares golpistas que abundaban entonces en nuestro continente les llamábamos “los gorilas”. Y desgraciadamente, por esos años, la mayor parte de los países vecinos sufrían o estaban sufriendo dictaduras gorilas. Una tras otra. ¡Eso no pasa aquí! decíamos nosotros con inocente orgullo. Los militares chilenos han sido formados como militares democráticos, están formados para defender la democracia.

Son un orgullo de nuestra nación, repetían unos y otros, sin importar el estrato social o económico o el nivel educacional de cada uno. ¡No hay nadie en el mundo como los militares chilenos!

Avanzaba a grandes zancadas el año 1973. El cielo de toda la patria empezaba a cubrirse de espesos nubarrones golpistas, pero todavía una gran cantidad de compatriotas, entre los que me incluyo, se negaba a pensar que los militares fueran a dar un golpe de estado, y destruyenran el sistema democrático que habían jurado defender hasta con su vida. ¡Eso no pasa en Chile, hombre! ¡Eso no pasa aquí! repetíamos, a pesar que desde hacía un buen tiempo algunos de esos militares habían comenzado mostrar las garras y los tanques.

Se produjo el golpe y sin mayor espera nuestro país dejó de ser lo que había sido hasta entonces o lo que muchos pensábamos que era. Se produjo el golpe de estado, y el retumbar de bototos unido al aterrador tableteo de las metralletas en la oscuridad de la noche enmudeció al país entero desde Arica a Magallanes. El quiebre fue total, y los años y las décadas que siguieron se fueron haciendo cada vez más visibles las gigantescas grietas que dejó el sistema impuesto por la dictadura. Unas grietas gigantescas que se transformaron en un sembradío colosal, en un descomunal campo de cultivo de los peores males que puedan existir en una sociedad.

De esas grietas profundas e invisibles – invisibles porque todos los gobiernos y toda la institucionalidad nacional han hecho y siguen haciendo desmesurados esfuerzos para ocultarlas—han ido apareciendo día a día, o mejor dicho día y noche, las extendidas ramificaciones que produjeron las semillas plantadas en esos años: estafas, robos, coimas, injusticia, inseguridad, un sistema de salud deficiente, un horrible sistema de pensiones al que la mayoría fue obligada a acogerse, concesiones brujas de tierra y mar y mar y tierra y aguas dulces y saladas, traspasos colosales de bienes a privados, traspasos a precio de huevo, campañas políticas pagadas por particulares interesados en recibir beneficios, y un sistema educacional injusto que hace agua por todos lados y no logra encontrar ni un solo Arturo Prat que se atreva a saltar al abordaje.

En estos días, decir “¡mi palabra basta!” suena a chiste o a frase inocentona dicha por algún ingenuo que no sabe en qué lugar se encuentra. Y no puede ser de otra manera puesto que en nuestro Chile actual, ser honesto ha vuelto sinónimo de ingenuo, de tonto, de imbécil. Mientras que en este mismo Chile nuestro de cada día, y tal vez desde hace un buen tiempo, ser ladrón es sinónimo de inteligente, de pillo, de lince pa’ los negocios. “Lo hice leso el otro día y no se dio ni cuenta”, comenta alguien con un orgullo que no le cabe en el cuerpo. “Lo hice pisar el palito y no se dio ni cuenta. Me creyó todo el cuento.” Y el del lado le dice “Te pasaste, compadre. Tú sí que eres bueno pa’ los negocios. Deberías haber estudiado para ingeniero comercial.”

¡Cómo ha cambiado nuestro país! La vergüenza no existe, la honestidad tampoco, en una tierra de nadie en la que todo vale para conseguir lo que se quiere. La dignidad y la honestidad parecen haber desaparecido, aunque hay algo en mí que se niega a aceptarlo.

De todo corazón deseo que la dignidad y la honestidad no hayan desaparecido del todo, aunque por lo que vemos, leemos y escuchamos diariamente en diarios, radio y televisión, ambas parecen haber perdido gran parte de su antiguo prestigio y casi todo el enorme crédito del que gozaban en otras épocas. Es triste decirlo, pero más triste sería omitir decirlo y dejarlo por escrito: Pareciera que lo único que importa y vale en nuestra sociedad actual es el dinero, la ostentación, el negociado brujo, sin importar para nada las inocentes víctimas que vayan quedando regadas en el camino. ¡Qué presente tan pobre a pesar de las difusas luces de colores que tartan de engalanarlo!

Havertown, 27 de septiembre de 2016

Nota: Artículo extraído del diario "El Insular" en su edición del 30 de Septiembre de 2016.

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