Medardo Urbina Burgos, médico, autor y editor.

Este artículo ha sido extraído del Diario "El Insular" de Chiloé, en su edición del Viernes 7 de junio 2013

doc medardo urbina

Medardo Urbina Burgos, nació en Castro, de padres que llegaron un día a la isla y se quedaron allí por el resto de sus vidas. Creció en la Población Piloto Pardo, un barrio repleto de muchachos, historias y travesuras. Cuando llegó la hora de realizar sus estudios universitarios viajó a Concepción en un viaje que sería sin retorno, puesto que tras completar sus estudios comenzó a desarrollar su carrera profesional en esa misma ciudad.

Su dedicación a los estudios y más tarde a su profesión nunca le impidieron dedicar parte de su tiempo y sus esfuerzos a otras tareas igualmente importantes. Fue fundador y Presidente del Centro Chilote de Concepción, fundador de la Revista CHILOÉ, y también fundó el Hogar Universitario Chilote, que durante sus 10 años de existencia acogió a más de 50 estudiantes isleños de excelencia académica. Medardo Urbina Burgos, es también apicultor; ávido viajero por la isla y el archipiélago; autor de libros y editor de un buen número de publicaciones, en su mayoría, relacionadas con el archipiélago.

Y ahora, dejemos que sea él mismo quien nos cuente parte de su vida.

Comencemos con tu lugar y fecha de nacimiento, y algunos datos familiares.

Nací en Castro, Chiloé, el 18 de enero de 1948. Mis padres fueron Carlos Urbina Blanco, Ingeniero de Vialidad, y Adelina Burgos Gallegos. Hermanos: Ernesto, Rodolfo, Flor Leontina y María Victoria. Soy el quinto de seis. Nuestra hermanita menor, Carlina, falleció en Castro pocos días después de nacer, el año 1950.

Me encantaría que, habiendo crecido en un barrio tan lleno de historias, hicieras algunos recuerdos de tu infancia.

Vivimos en Piloto Pardo 260 y yo formaba parte de la pandilla chica de “La González”. Mis amigos de la infancia fueron Armandito Ojeda y su hermano Chito (José Miguel); Mario Cerna Rosales y su hermano mayor, Eduardo; Pepe Iturriaga y su hermano menor Raúl; Chito Galindo y su hermano menor, Tito; Jorge Rivera y su hermano menor, “Moquillo”; ”Tulín” Silva; “Luchín” y Gustavo Ojeda; Pedro “Tronero” Barrientos; Juan y Pepe Galindo. Algunos niños de barrios vecinos compartían a veces con nosotros alguna pichanga de fútbol, como “Lulo” y Carlos Soto, “Chemerunge” (el hijo de la Sra. Adela, que había llegado desde Quilquico y tenía una pensión en calle San Martín); René Caravantes, Juan Barría y su hermanos mayores, Carlos y Erig; los hermanos Soto (vecinos inmediatos de Lulo): Inque, Cunca, Tonco y Hugo. Más hacia la Calle del Tejar estaban los hermanos Vera, Lulo, Camelo y Tolo, y un enanito al que le llamaban Chiquitín. Uno de los más pícaros integrantes de la pandilla de La González era el nieto de una anciana que residía en el asilo de la calle San Martín, cerca del inicio de la Calle del Tejar. Le llamaban “Chae”• Otros compañeros de juegos eran Panchito Ballesteros, Tito y Carlitos Montiel y un vecino de éstos, que llamábamos Robinson Pérez, de gran vivacidad y alegría, especialmente para nadar y zambullirse en las aguas vecinas al molo de Castro, con cuyo entusiasmo contagiaba a todos los miembros de la pandilla.

Los juegos infantiles eran los trompos y las pirinolas, el juego de las bolitas de colores y otras más rústicas de cemento. A ambas le llamábamos “jugar a las bochitas”, ya fuera en una troya o en tres orificios en hilera que se hacían en el suelo. El juego de los clavos jugados en una troya con forma de chalupa, que se dibujaba en el suelo de tierra húmeda y apisonada de la calle (las calles en ese tiempo no eran pavimentadas); el chupe, que estaba prohibido por los Carabineros porque se apostaban monedas. Los volantines (para los más grandes) y las cucuruchas (para los niños menores). Éstas eran fabricadas con hojas de diario. Las hondas fabricadas con un palito en forma de “Y” al que uníamos sendos elásticos y un cuero de badana; arma destinada a la caza de zorzales, especialmente durante los inviernos chilotes o bien al intento de derribar cuervos marinos en las inmediaciones de la catarata del río Gamboa a la hora de la penumbra, cuando esas aves volvían a pernoctar en los árboles de coigüe de los bosques circundantes. Un juego cotidiano era la pichanga de fútbol en plena calle Piloto Pardo. Se detenía el tránsito ya fuera el paso de las carretas que iban o venían hacia o desde la calle Puntechonos, durante el juego con “pelota de blari” o bien una pelota de trapo fabricada con un rollo de lana, entremezclada con papel de diario y envuelta con una media de nylon que habíamos robado a nuestras madres, en ese tiempo cuando recién comenzaban a usarse en el país. En este caso se podía jugar al fútbol si el número de niños era suficiente, o bien al “tirar con la mano” cuando había sólo dos o tres niños para jugar. Alguien reinventó el “juego de la chueca” que se hizo popular en nuestro barrio en el que se usaban como balón tarros vacíos de conserva, de Nescafé u otros, golpeados peligrosamente con palos recurvados en la punta, a la usanza de los mapuches. Los vecinos reclamaban por el bullicio que se armaba en la calle tanto por el ruido de los tarros apaleados como por la gritería de los chiquillos al golpear al mismo tiempo tanto a tarros como a canillas o por la celebración de algún gol. Al grito de “¡cambio de pelota!” se desechaba el tarro completamente achatado y se cambiaba por otro nuevo que generalmente lucía lleno de brillos y se reanudaba el encuentro. En estos juegos vespertinos solían asomarse algunos vecinos que, apoyados en sus respectivos cercos, hacían barra por uno u otro equipo o daban instrucciones a modo de entrenadores, como lo hacían don Manolo Barría o el señor Lobos, desde sus respectivos cercos.

Algunos vecinos solían confiscar la pelota cuando caía accidentalmente dentro de su jardín. En ese caso había que saltar ágilmente el cerco y rescatar la pelota antes que el dueño de casa la alcanzara y volver a la calle de un brinco. Esta maniobra peligrosa era más fácil cuando la pelota caía al jardín de un vecino que era cojo y las respectivas carreras del niño ágil y del vecino trastabillando causaban las carcajadas de todo el vecindario, que silenciosamente observaba el juego detrás de sus cortinas.

Un día el dueño de la pelota tuvo que saltar a rescatarla al jardín de una vecina malhumorada. La vecina salió a la calle blandiendo una escoba en persecución del mocosuelo y al no poder darle alcance le lanzó el instrumento que pasó rozándole la oreja izquierda. El mocosuelo recogió la escoba y la rompió en dos al golpearla contra un poste del alumbrado público y en seguida persiguió a la pobre vecina llevando por delante los dos palos aguzados de los restos de la escoba. La vecina logró escabullirse a su territorio y cerrar el portón al momento en que el malhadado chiquillo le lanzaba los restos de su escoba.

Durante los veranos una de las entretenciones preferidas era ir a nadar o ir a la playa, ya fuera al mar o al río Gamboa. En el mar se nadaba preferentemente alrededor del molo de atraque de los barcos de cabotaje. En la parte norte del malecón había una base de grandes rocas que se usaban como trampolines para efectuar piqueros, y se nadaba en seguida hasta una chata de madera, a la que se subía siguiendo la secuencia de las ranuras presentes en el extremo posterior de la vieja embarcación. Los niños solían repetir un estribillo inventado por Robinson, que decía: ¡Una maniobrita/ con un fosforito!/ ¡Por las ranuritas!/ ¡Por las ranuritas!

La chata anclada frente al puerto era un viejo armatoste de madera que en ese tiempo casi no se usaba para el transporte de mercaderías desde los barcos anclados en la bahía hasta tierra, como solían hacer en las décadas anteriores a 1960. La superficie plana de la chata permitía que los niños corrieran hasta uno de sus extremos y volaran sobre el agua para caer en los más hermosos piqueros de toda esa lejana infancia. Una vez cansados de tanto nadar y saltar, nos quedábamos tendidos en la superficie de la chata o bien sobre las grandes rocas, al modo de las lagartijas cuando toman el sol sobre los troncos de coigüe en nuestros campos. Allí conversábamos sobre nuestros temas infantiles, tiritando, hasta que nuevamente el sol calentaba nuestra piel y alguien daba la voz de volver a saltar desde la chata, encendiendo nuevamente la gritería y el jolgorio de los muchachines. Volvíamos a casa más allá de las 5 ó 6 de la tarde cuando nos empujaban el hambre y el olor de la leche caliente y el pan recién horneado, untado con mantequilla de aquélla que llegaba desde Puntra, que era la más fresca, deliciosa y aromática. Después del baño de ducha con agua dulce ,para sacar la sal de la piel, pasábamos a la mesa limpiecitos y peinaditos a devorar aquellas delicias que nos servía nuestra querida madre.

Los niños más pequeños y las niñas solían juntarse a jugar en La Pampa de la Milena (llamada así porque junto a ella vivía una de las más hermosas Reinas de la Primavera que ha tenido Castro y que lucía ese hermoso nombre), que quedaba en el recodo norte de la calle Piloto Pardo. Allí había una espaciosa pampa de verde césped desde la que se dominaba gran parte de la bahía y toda la Punta Ten-Ten. Los niños jugaban a la capacha y al lazo, y las niñas a la mariola o a las payanas. Los niños mayores ocupaban La Pampa de los Padres Alemanes en la década de los años 40 hasta 1949, año en que cambió de nombre y pasó a denominarse Pampa de las Monjas, cuando los padres fueron trasladados a Colombia y fueron reemplazados por las madres Hijas de la Misericordia. Esa pampa era bellísima y desde esa altura se dominaba todo el fiordo y el puerto de Castro con el romántico devenir de barcos y lanchas, botes y veleros, cuando por ese puerto se nutría toda la actividad económica de la ciudad y de gran parte de Chiloé.

En la vertiente sur de esa meseta, se desarrollaba un hermoso bosque de diversos árboles entre los que sobresalían los Eucalyptus del bosque de los Yurac, lugar preferido por los jóvenes pandilleros de “La González” de Puntechonos y de “Los Serranos”, porque de las ramas horizontales más altas, se colgaban gruesas cuerdas a modo de lianas que permitían volar en un extenso péndulo sobre el vacío. Los niños mayores disfrutaban tardes y días enteros imitando a Tarzán de los Monos, personaje de las seriales del Cine Rex de aquel entonces cuyos gritos hacían estremecer tanto las selvas de África como el bosque de los Yurac.

¿Podrías contarnos algo de tus años en el liceo?

En los primeros años del liceo mis compañeros y amigos eran Roberto Barrientos, Faidy Latif, Álvaro Barrientos y Mario Cerna Rosales. Algunos profesores eran el señor Cohen (Historia), la Srta. Dina Ampuero (Artes Plásticas), la Sra. Olga Andrade (Música), el Sr. Orellana (Inglés), la Sra. Megam Watkins (Inglés), la Srta. Mirna (Matemáticas) y el Señor Angulo (Castellano). Posteriormente nos hizo Historia el señor Macías; Biología y Química, la Srta. Ninfa Águila y la Srta. Sonia Hurtado. En Física, estaba el Señor Juan Sarrat y en todo ese período escolar la Directora del Liceo fue la Srta. Fridolina Barrientos.

Teníamos jornada única, de modo que cada alumno debía llevar un sándwich a manera de almuerzo. Mi madre me preparaba una buena marraqueta con tres niveles de ingredientes, de modo que mi sándwich lucía apetitoso. Un día, las tres mejores alumnas del curso (Laurita Martínez, Emita Newmann y Patricia Molina) no asistieron a la clase de Educación Física, que era la hora anterior al recreo largo del mediodía. Al llegar a mi asiento no encontré mi apetecido sándwich sino sólo un papel que decía “¡Estaba rico el sándwich! ¡Gracias! Firmado, Laurita, Emita y Paty Molina”.

Uno de nuestros compañeros se había enamorado perdidamente de una compañera de curso y un tercer compañero servía de mensajero entre ambos. Éste, le llevaba mensajes de amor a la niña y traía de vuelta otro mensaje, tan ardiente como el primero, pero le pedía un chocolate Sahne-Nuss, o galletas, o dulces, o pasteles. Regalos que eran llevados (supuestamente) a la enamorada. Pasado un tiempo se descubrió que los mensajes nunca llegaron a la enamorada y ésta nunca solicitó los chocolates ni jamás respondió las misivas de amor. Las cartas eran respondidas por el propio mensajero, quien con ese ardid comió chocolates durante todo “aquel amoroso año” a costa del enamorado real y la enamorada ficticia. El mensajero era un tal Mascarita.

Un día los más revoltosos del curso, durante la clase de Educación Física, escondieron los pantalones de uno de nuestros compañeros, quien tuvo que ingresar a clases vestido de cuello y corbata, con camisa, vestón, pero sin pantalones. Mientras estaba sentado no se notaba, pero al saludar al profesor se debía permanecer de pie al lado del pupitre. Teníamos clases de castellano y al son de “¡Buenos días, jóvenes!” todos debíamos estar de pie en posición firme y responder a coro el saludo del profesor. El señor Angulo se paró en seco cuando vio a nuestro compañero de pie, semidesnudo de la cintura hacia abajo, mientras el curso completo retenía la carcajada. Y el propio profesor –que era bastante serio- no pudo evitar una buena sonrisa, cuando le preguntó:“¿Usted, joven, podría decirme por qué está en clases en ese estado?” Y el pobre compañero, visiblemente avergonzado, masculló algo así como: “¡Es que los cabros me escondieron los pantalones, señor!” La carcajada contenida de todo el curso estalló como un cañonazo.

¿Cómo y cuándo sentiste que lo tuyo era la medicina? ¿Pensaste en otras carreras? ¿Cuándo descubriste que ésa sería tu profesión de toda la vida?

Antes de cumplir seis años los pequeños se dirigían a mí cuando se clavaban una espina o se hacían alguna herida en sus juegos. ¿Por qué? No lo sé. A los seis años aprendí a escribir y una de las primeras letras fue hacer una tarjeta para el “Día de la Madre”. En el acto, el profesor Mario Uribe Velásquez seleccionó algunas tarjetas y leyó la mía. Decía: “Querida mamita, cuando sea grande seré doctor y te curaré de todos los dolores que te afligen”. Esa premonición comenzaría a cumplirse cuando rendí la Prueba de Aptitud Académica y postulé a la Escuela de Medicina de la Universidad de Concepción. Yo estaba en Apeche cuando recibí un mensaje por Radio Chiloé y regresé de inmediato a Castro. Puse un telegrama aceptando el cupo en Medicina y me dispuse a partir a Concepción. Pero mi madre y mi hermano mayor me pusieron los pies en el suelo: no había dinero para financiar mis estudios y, en consecuencia, tendría que quedarme en Chiloé y renunciar a esa posibilidad que me abría la vida.

Fui a mi pieza, preparé una mochila con los documentos esenciales y la ropa mínima y con el escaso dinero que tenía en el bolsillo me despedí de mi hermano y mi madre y salí a la carretera esperando viajar a dedo a Concepción. Llegué al segundo o tercer día, llevado por numerosos vehículos en trayectos variables. Finalmente, ingresé a Concepción en una citroneta destartalada que ya parecía desintegrarse. Mi primera noche la pasé durmiendo en la escalinata de un edificio de departamentos, esperando que nadie me sacara a patadas de ahí. Al día siguiente fui a la universidad a confirmar mi aceptación al cupo en Medicina. Al entrar, a la Universidad de Concepción, a través del “Arco de Medicina”, me encontré con Eliecer Paillacar, a quien había divisado desde lejos en el Liceo de Castro. Él me reconoció y me ofreció acompañarme a postular a Becas de Estudio. Gané una excelente beca que me daba gratuidad en los estudios y Hogar Universitario y pude así iniciar y concluir satisfactoriamente mis estudios. Siempre estaré muy agradecido de Eliecer Paillacar, un excelente amigo chilote, oriundo de la isla de Apiao.

¿Qué recuerdas de tu vida como estudiante universitario?

Estudié en la Universidad de Concepción gracias a una beca de estudios, que me permitió vivir en el Hogar Central Universitario, en la pieza número 20 del Ala “Huachacas”, en el segundo piso del edificio. Ingresé en el año 1969 y egresé de la carrera de Licenciatura en Biología, Mención Biología Marina, en 1974 y tres años más tarde de la carrera de Medicina en la misma universidad.

Sin pertenecer nunca a partido político alguno, viví el tormentoso período previo al Golpe de Estado de 1973, años de plena efervescencia del MIR, grupo que nació en la Universidad de Concepción. Conocí de cerca a sus líderes: Luciano Cruz, Miguel Henríquez, Van Schowen, Naranjo, “Cocó” Espinoza. Con algunos de ellos compartí la misma mesa durante el almuerzo o la cena y escuché de ellos sus acalorados planteamientos, pero nunca lograron que me sumara a sus filas. Un día, llegaron a mi pieza a intentar enrolarme. Aún no sé cómo tuve el coraje de escucharlos por unos minutos y decirles que “¡Yo venía a la universidad a estudiar y a lograr mi título universitario y no a tomar los caminos de la violencia!” Me escucharon con respeto y no dijeron nada cuando les pedí que abandonaran mi habitación. Se fueron en silencio, sin despedirse. Pocos meses antes del Golpe de Estado vino a la universidad Fidel Castro y escuché sólo una parte de su interminable discurso de 5 horas en el Foro de la universidad. Un día a la hora de almuerzo se escuchó una balacera en el campus universitario. Carreras, gritos y balazos. Hombres armados parapetados tras las paredes del Foro. Instintivamente nos ocultamos bajo las mesas del comedor. Después supimos que habían asesinado a un estudiante comunista. Hay una placa que lo recuerda en el mismo lugar en que cayó herido de muerte. Tal era el ambiente que se vivía en ese tiempo.

La medicina es tu profesión y ha ocupado gran parte de tu vida, pero también te dedicas a la escritura y a la edición de libros. ¿Qué es la escritura para ti y cómo llegaste a transformarte en editor?

Escribir, para mí, es una necesidad diaria y una forma de expresión. Una forma de liberar momentos, tensiones, agrados y emociones que permanecen en la memoria y en el alma de uno con cierta tensión que parece que liberándolos uno se siente mejor. La escritura es una forma que para mí resuelve esas tensiones internas naturales. Nunca pensé en ser escritor ni menos aún poeta, pero las letras me fueron llevando de la mano del mismo modo con el que se produjo la dualidad “pensamiento-acción… acción- pensamiento” que, se postula, habría sido el mecanismo que permitió el desarrollo del cerebro y del pensamiento en el hombre al adquirir la bipedestación y dejar libres las extremidades anteriores (superiores). Así, siento que la escritura me va llevando a generar nuevas ideas y nuevos recuerdos que expresar en letras. Por otra parte, he constatado que el contenido de un libro o de una obra literaria permite traspasar la barrera del tiempo. Después de muertos, los escritores seguirán “hablando” de aquellas cosas que escribieron hace ya mucho tiempo y podrán ser leídos por personas que nacerán muchos años después que el autor haya dejado este mundo. Así, para mí, la escritura es una agradable compañera en mi vida.

El 2003 publiqué mi primer libro, La Huella Del Abtao, y mi contadora me sugirió que el mejor modo de cumplir con las exigencias de la Tesorería y de Impuestos Internos era crear una editorial. Así surgió Editorial Isla Grande, bajo cuyo sello se editaron seis títulos. Luego el sello cambió de nombre a Okeldán, bajo el cual se han editado diez títulos, todos referidos a Chiloé, con la sola excepción de Retratos vacíos, un libro de cuentos citadinos que, sin embargo, tiene un magnífico cuento, “La tortura monuna”, que se desarrolla en la isla Caguach; y el libro del Dr. Antonio Galletti Alveal, El niño y su entorno, que trata sobre los riesgos que rodean al niño, sus accidentes, su manejo y las medidas para prevenirlos.

Con todo, la labor editorial la considero el mejor instrumento para aportar a Chiloé y su gente, por cuanto es el libro el modo de hacer que el autor traspase la barrera del tiempo, dado que su pensamiento, su labor, su expresión y su talento seguirán hablando por él muchos años después de su muerte física. Así el libro, a través de sus miles de ejemplares se convierte en un objeto multiplicador del conocimiento y un rescatador y conservador de la cultura chilota, una cultura tan rica y propia desde muchos puntos de vista y un factor de interés no tan sólo para el país sino también para todo el mundo.

¿Qué proyectos tienes en mente, ahora mismo?

Primero, continuar publicando libros sobre Chiloé y la Patagonia (de los que ya existen varios títulos en desarrollo). En segundo lugar, realizar un viaje en kayak por las islas del interior de Chiloé para tener la visión del archipiélago tal o parecido a la visión que tuvieron los naturales chonos. Tal vez de ese modo llegue a comprender mejor a ese pueblo canoero de nuestras islas, hoy desaparecido o tal vez descubra desde el mar lugares de poblamiento del pasado (conchales y cavernas costeras), y además para recibir y vivir experiencias intensas en soledad frente a la naturaleza.

Una de mis aspiraciones no cumplidas ha sido la pintura de óleo y/o acrílico. No creo que pueda llegar a desarrollarla, pero si lo lograra sería una actividad apasionante como para abandonar todas las otras. Con lo que he vivido, me basta y me sobra, no tengo deudas con la vida, ni rencores, sino sólo agradecimiento por todo lo que la vida me ha dado. No me refiero a lo material sino a las felicidades espirituales que a diario experimento en torno a la familia, los hijos, los nietos, y el quehacer cotidiano profesional que como médico es rico en vínculos humanos, rico en afectos, y en la posibilidad permanente de poder ayudar a nuestros semejantes.

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